Doña Alba
4/17/20252 min leer


Había en ella un mar callado, una serenidad tibia como la luz dorada del crepúsculo que acaricia las olas. Lucía como si guardara todas las historias del mundo tras una sonrisa que parecía haber derrotado al tiempo. En su risa flotaba un murmullo ligero, semejante al suspiro de un viento travieso entre árboles ancianos.
Cuando caminaba por el pueblo, sus pasos dibujaban melodías que sólo los gatos y los niños podían escuchar; los gatos, curiosos espectadores de su gracia; los niños, guardianes alegres de su secreto encanto. La llamaban "doña Alba", aunque nadie sabía exactamente por qué, quizá porque al verla era imposible no pensar en la primera claridad del día, en la frescura amable del rocío sobre las flores, en la promesa eterna de nuevos comienzos.
Decían que había nacido en una noche de tormenta, y que su risa había sido tan poderosa que había ahuyentado a los truenos. Desde entonces, la oscuridad nunca la había vuelto a encontrar desprevenida. Ella sabía conversar con las sombras, invitarlas a bailar, convencerlas para que se convirtieran en delicadas siluetas sobre paredes antiguas, narrando historias que sólo sus ojos, llenos de chispas traviesas, podían descifrar.
Cada tarde, sentada bajo el sauce llorón del parque, ofrecía consejos a quienes se atrevían a acercarse. Su voz, suave y melodiosa como el canto del arroyo, tejía palabras que se convertían en mantos cálidos, capaces de aliviar cualquier preocupación. Tenía la habilidad de transformar las dudas en cometas, que luego soltaba al cielo, dejando que se disolvieran entre las nubes como recuerdos dulces de aprendizajes pasados.
Ella decía que la vida era como una bufanda tejida con paciencia: cuanto más larga, más abrigaba; cuanto más colorida, más alegraba. Y al decirlo, sus manos, finas y ágiles como las alas de un colibrí, simulaban tejer en el aire hilos invisibles de sabiduría.
Pero lo que más fascinaba a todos era su capacidad para reírse del tiempo. Decía que cada arruga era un camino, una marca de aventuras vividas, amores encontrados y lecciones bien aprendidas. Y así, con cada sonrisa, rejuvenecía un poco más, burlándose elegantemente del calendario, demostrando que el corazón nunca envejece si se mantiene abierto al asombro.
Doña Alba era el susurro optimista del pueblo, la luz amable que recordaba a todos que la belleza de vivir no residía en los años, sino en la intensidad con que se miraba al mundo. Y así continuaba, como una eterna primavera vestida de otoño, iluminando cada día con la elegancia tranquila de quien conoce el secreto sencillo y profundo de la felicidad.