Ecos de una Tarde
5/1/20251 min leer


Aquella tarde dorada del siglo XIX, una mujer independiente y visionaria permanecía absorta ante la página en blanco, arropada por la dulzura del aroma que escapaba lentamente desde su taza de té. Las margaritas junto a la ventana, humildes y discretas, parecían susurrar secretos al viento, entretejiendo sueños que solo ella podía comprender.
Clara, cuyo nombre reflejaba su espíritu brillante y decidido, meditaba sobre la fragilidad de la vida, contemplando la quietud que la rodeaba como un regalo efímero. Sentía cada latido de su corazón resonar en la madera vieja de la mesa, como una melodía que marcaba inexorablemente el paso del tiempo.
El vapor ascendía sinuoso y delicado, recordándole la brevedad del instante presente, la sutileza del ahora que inevitablemente se desvanece. Reflexionaba sobre cómo cada momento era una promesa y una despedida, una bienvenida fugaz seguida de un adiós inevitable. Su vida estaba hecha de esos instantes mínimos y poderosos, cada uno capaz de redefinir su existencia.
En medio de esa profunda introspección, tomó la pluma y, con decisión, comenzó a escribir:
«En el vapor efímero del té, en la sonrisa breve de una flor, habita toda la esencia de nuestra existencia: fugaz, hermosa e irrepetible como cada atardecer que contemplamos y que nunca más volverá.»