El Heraldo Dorado
4/16/20251 min leer


En el umbral donde la noche se resiste a ceder por completo su dominio, allí habitaba ella, suspendida en el ámbar denso del instante previo al alba. No era oscuridad lo que la envolvía, sino el terciopelo profundo de una introspección, un silencio tejido con los hilos de la memoria y la expectativa. El aire olía a tierra húmeda después de una lluvia lejana, a páginas de un libro antiguo recién abierto.
Entonces, como una promesa susurrada desde el otro lado del mundo, un haz de luz rasgó la penumbra. No era el sol impetuoso, sino un enviado suyo, un dedo dorado que descendía oblicuamente, cargado de partículas danzantes, polvo cósmico atrapado en su viaje inmemorial. Tocó su rostro con la delicadeza de una caricia largamente esperada, revelando la curva de una mejilla, el brillo incipiente en la mirada que se volvía hacia esa epifanía inesperada.
Esa luz no buscaba desterrar las sombras, sino dialogar con ellas. Era un puente tendido entre el laberinto interior y la vastedad expectante del exterior. En sus ojos, espejos líquidos donde se reflejaba el cometa fugaz de polvo iluminado, no había rastro de temor, sino la serena curiosidad de quien reconoce un mapa estelar en medio de la noche más cerrada. Se adivinaba el murmullo de una pregunta antigua encontrando, no una respuesta rotunda, sino el eco cálido de una posibilidad.
El resto de la estancia permanecía en la confidencia de lo no visto, guardando los secretos y las formas apenas intuidas. Pero en ese rostro vuelto hacia el alba tímida, en esa piel que bebía la luz como un campo sediento, florecía la certeza silenciosa de que incluso la quietud más honda puede ser el preludio de un movimiento, y que toda sombra lleva en su corazón la semilla de una nueva claridad. El futuro era esa senda luminosa, estrecha aún, pero innegablemente abierta.