El Silencio en la Madera
4/19/20252 min leer


Cada mañana, a la misma hora en que la luz se cuela como un susurro por entre las rendijas del viejo ventanal, el anciano se sienta a observar. No hace nada más. Solo mira. El mundo, a esa hora, aún no despierta del todo, y el aire parece contener la respiración.
En la silla junto a la suya, un gato color arena duerme enroscado, como si el tiempo lo hubiese olvidado allí. La escena es siempre la misma: la madera cruje levemente bajo el peso del animal, la luz lo baña como un río dorado, y el silencio lo envuelve todo con una ternura casi sobrenatural.
El anciano no conoce al gato. Simplemente empezó a aparecer, como lo hacen los recuerdos: sin previo aviso, sin explicación. Al principio, intentó espantarlo. Luego, entendió. Algunos presagios no deben entenderse, solo aceptarse.
Cada día, mientras el gato duerme, él recuerda.
Recuerda el olor de la sopa de miso de su madre, que ya nadie cocina igual. El sonido del piano desafinado en el que su hermano solía tocar melodías que ahora flotan en algún rincón invisible de su mente. La risa de una mujer en una habitación azul, justo antes de que la vida los llevara en direcciones opuestas.
La memoria es una casa con muchas habitaciones —pensó—, y con los años, uno aprende a caminar por ellas a oscuras.
Al observar al gato, el anciano comprendía algo más profundo: que no todo debe recordarse con precisión. Hay memorias que son como esa luz que entra por la ventana. No necesita entenderse de dónde viene, ni cuánto durará. Basta con dejarse bañar por ella.
El tiempo, en realidad, no pasa. Es uno quien se aleja, como una barca que se suelta del muelle en la madrugada. Todo lo que fue sigue ahí, en algún pliegue oculto del universo. Solo hay que saber quedarse quieto para volver a escucharlo.
El gato se despereza lentamente, como si también recordara algo lejano, y luego vuelve a acurrucarse. El anciano sonríe.
La serenidad, pensó, no es la ausencia de ruido, sino la presencia del alma.
Y entonces, como cada mañana, sin decir palabra, cierra los ojos junto al gato. El sol sigue entrando, tibio y paciente, sobre la silla de madera.
Y en ese instante suspendido, todo el universo cabe en un rayo de luz sobre un lomo dormido.