Sol de Infancia
4/22/20252 min leer


El sol de la tarde, tibio y dorado como un secreto susurrado al oído del mundo, se deshacía en las calles de la ciudad, pintando charcos con reflejos de magia. En medio de ese resplandor líquido, donde el cielo se miraba sin prisas, un niño se erigía como el rey de un efímero reino acuático. No necesitaba cetro ni corona, su única autoridad residía en la risa que le brotaba del pecho, pura y sonora como cascada en primavera. Con los pies desnudos hundiéndose en el agua fresca, batía con una energía desbordante, levantando salpicaduras que caían como diamantes fugaces bajo la luz. Y entonces, como si el propio aire quisiera unirse a la fiesta, una lluvia de confeti de mil colores descendió a su alrededor, pegándose a su piel mojada, flotando en el charco, convirtiendo el asfalto gris en un tapiz vibrante de alegría espontánea.
No había en su mirada el peso de las horas, ni la urgencia de las citas, ni la preocupación por el mañana que carcome los instantes de los grandes. Solo existía el ahora, pleno y radiante. Cada chapoteo era una victoria, cada gota que le mojaba la cara un beso del viento, cada pedazo de confeti una estrella caída para celebrar su existencia. Era la despreocupación personificada, la inocencia caminando sobre el agua, ajeno a los murmullos de la prisa y el lamento. Los problemas cotidianos, esos dragones invisibles que acechan en las esquinas de la vida adulta, no tenían cabida en su universo de charcos y confeti. Su mundo se construía en el instante, en la maravillosa simplicidad de un juego improvisado bajo un cielo benevolente.
Y uno, al contemplar esa escena, no podía evitar la punzada dulce de la melancolía, de saber que esa plenitud absoluta, esa conexión total con la alegría del presente, es un don que se va desvaneciendo con los años, como la espuma en la orilla. Los niños habitan un país aparte, una tierra prometida donde la felicidad no requiere motivos grandiosos, solo un charco que pisar, unos colores que caen del cielo y un corazón que late al ritmo imparable de la pura y desinhibida dicha. Son efímeros capitanes de un barco llamado Instante, navegando sin mapa ni brújula por mares de asombro.
En ese chapoteo, bajo la lluvia de colores, se encerraba la sabiduría más antigua y olvidada: que la vida, en su esencia más desnuda, es un asunto de maravilla y risa sin motivo. Y la luz del sol poniente, filtrándose entre los edificios, parecía aplaudir con destellos esa verdad tan simple y tan profunda.