Sombras Cómplices, Almas en Vilo

4/20/20252 min leer

El espacio era un aliento contenido, una arquitectura de ángulos tajantes y superficies inmaculadas que se rendían al dictado caprichoso de la luz. Entraba a raudales, no como un abrazo tibio, sino en haces afilados que dibujaban triángulos de oro pálido sobre el suelo pulido. Entre esas cuñas luminosas y los abismos de sombra nacida, se movían ellos. No caminaban, no se deslizaban; danzaban.


La muchacha, un suspiro oscuro en su falda que parecía volar, se arrojaba a los brazos del muchacho, cuya camisa clara era un faro en la penumbra. Sus cuerpos se entrelazaban, se separaban con la precisión de péndulos enamorados, encontrando en cada giro, en cada extensión de un brazo, no solo una figura estética, sino la pura encarnación de la alegría. Era una alegría sin estridencias, profunda, que les nacía en la garganta y se esparcía por la piel, radiante. Reían a veces, un murmullo que rebotaba en las paredes impávidas, o se miraban con esa intensidad que solo poseen quienes se reconocen no solo en el cuerpo que tocan, sino en el alma que desvelan. La música, apenas perceptible para el oído, vibraba en sus huesos, en el pulso acelerado que compartían en el abrazo.


En ese escenario de contrastes violentos, la danza se convertía en una revelación. Observándolos, uno entendía la inherente dualidad del ser humano. Como la luz y la sombra que jugaban a devorarse y a nacer de nuevo a su alrededor, nosotros también somos esa amalgama contradictoria. Llevamos dentro la claridad de la esperanza y la oscuridad del miedo, la fuerza que nos impulsa y la fragilidad que nos detiene. Somos pasión desbordada y razón calculante, risa franca y lágrima oculta. Y en la danza, en ese acto de entrega total al movimiento, parecían reconciliar todas esas facetas. Se entregaban a la luz del gozo compartido, pero también se refugiaban en la sombra de la intimidad más profunda, allí donde solo ellos existían. Eran dos y eran uno, individuo y pareja, fuerza y gracia, revelación y misterio. La arquitectura misma parecía una metáfora de esa complejidad: muros sólidos que definen un espacio, pero también vacíos que permiten la entrada del cielo, del aire, de lo inasible.


Y así, entre ángulos de sol y simas de sombra, sus cuerpos escribían en el aire la partitura inefable de una alegría que sabía a verdad, a esa verdad incómoda y hermosa de sabernos hechos de retazos, de luces y de sombras que danzan juntas en el laberinto de existir.


Porque el alma, en su más íntimo secreto, no es más que la danza eterna entre lo que somos y lo que soñamos ser.